domingo, 9 de marzo de 2008

Descansaba imponente en el centro de la casa, en el mismo lugar que supo ocupar la mesa hasta que la quitaron para facilitarle el paso. Dos caídas y dos huidas en ambulancia bastaron para que la mesa fuera trasladada al garaje que ya hacía muchos años se había quedado sin auto. Mi abuelo ocupaba tanto espacio como la mesa, que en sus años de gloria bajo ese candelabro antiguo supo cobijar a más de 12 personas. La vejez, al contrario de lo que suele suceder en la mayoría de los casos, no lo había hecho encoger; el abuelo se mantenía alto, elevado, con un porte magnifico, nunca caminaba gacho como su mujer, mi abuela, a quien por alguna razón nunca pude ver erguida. Él erguido, ella gacha, sumisa. Mi abuelo miraba a todos desde arriba, convencido de que tenía razón. Siempre. No importaba el tema, siempre se creía ganador de cualquier discusión, no la experiencia lo que lo creía dueño de la razón. Siempre, desde siempre creyó tener razón en todo. Imagino que alguien les habrá avisado a los muchachos de la funeraria que era muy alto. Imagino que mi papá les habrá dicho -miren que es alto. Imagino que del otro lado del teléfono habrán respondido: No se preocupe, le mandamos un Large. Imagino que igual los muchachos de la funeraria se habrán sorprendido al trasladarlo al féretro, en un acto que nadie presenció.

A las 12 del mediodía, a la misma hora en que Cristina Kirchner se encaminaba hacia su jura como presidente de la nación, el último de los radicales abandonaba por última vez su casa de Ramos Mejía. Minutos antes habían llegado los remises y el auto que debía transportarlo al cementerio para su eterno descanso. Sonó el timbre. Mi papá giró la llave y abrió. Un hombre entró sin saludar, ni siquiera extendió el brazo como entendiendo que en ciertas situaciones es mejor minimizar las acciones. Vestía pantalón y saco gris y una corbata sobria, lisa, de color azul oscuro. Llevaba en la mano un maletín añejo, de esos la década del 80 que ya nadie usa. El tampoco parecía darle mucho uso. Es claro que hay en cosas en las que no se puede hacer ni la mínima ostentación. Con un ademán, con una seña invisible para todos pero clara para mi padre lo invitó a pasar hacia el fondo de la casa. Para firmar algunos papeles, tal vez. En esos momentos, las dudas y las presunciones no pueden ser desacotadas. Volvieron al rato al comedor silencioso:-Estamos afuera, dijo el hombre e intentó abrir la puerta pero como estaba cerrada con llave se vio en la necesidad de pedirme ayuda. Por primera vez en el día me sentí útil. Mi papá tocaba el cajón, lo mimaba. Se pasaba la mano por la cara, recordando, haciéndole, ahora que no podía responderle, las preguntas que nunca en tantos años se animó a preguntar. Agarramos el cajón y lo depositamos en un Peugeot, todos los presentes nos subimos a los remises. En la casa solo quedó la tucumana de cola inmensamente desproporcionada, que cuido, durante los últimos años a mis abuelos, y prepara un guiso excesivamente elemental. Se quedo a cuidar la casa, pero le hubiera gustado ir. Se acercó al auto fúnebre y rezo un padre nuestro, si mi abuelo la hubiera visto se hubiera producido otra discusión sin argumentos ni lógica, imposible de entender. A la tucumana no le importó que allí nadie creyera en su religión, para ella ahora todo estaba en manos de Dios, no importaba que el Muerto no pensara lo mismo, que el Dios del muerto no perdone tanto como el suyo.
Mi abuela ahora tendrá que volver a salir a la calle, encontrar nuevas compañías u otras viejas pero olvidadas en el tiempo detenido en la puerta de su casa de Ramos Mejia. Luce abatida sin fuerzas, sentada en su silla, perdiendo progresivamente sus sentidos pero manteniendo en secreto, callada, toda su lucidez mental, todos sus pensamientos, que solo da a conocer cuando los considera necesarios, cuando quiere compartirlos con las personas a las que quiere. A lo largo de su vida ha aprendido a ahorrar palabras, a ahorrar energía, a no desperdiciar palabras en el viento, a limitarse a decir las palabras que entran en los oídos y se guardan en los recuerdos. Luce desvencijada, mirando al suelo, como siempre, con las desprolijas canas de su cabello que la avergüenzan pero aún no ha tenido fuerza de pintar. Ahí sentada, abstraída de un mundo que la abandona, mirando partidos de fútbol en televisión porque es lo único que puede mirar sin voz y para escuchar la tele tendría que ponerla a un volumen que interrumpiría la siesta de las personas que durante el día cuidan de ella y durante la noche cuidan a otras personas. Así, inmóvil, con el pelo de Cruela De Vil, rodeada de cuidadoras, mirando continuamente la televisión con sus anteojos de mirar televisión, me recuerda-la veo igual- a aquella hermana suya, que vivió la vejez enferma por falta de amor. La subieron a la parte de delante de uno de los Peugeot, hacía mucho, demasiado que no respiraba aire. La subieron entre los dos hermanos del muerto y la enfermera; mientras se salpicaban con unos charcos que aún no habían tenido luz que los secara, ya no llovía. Una vez ubicada, la abuela agradeció y calló para mirar hacia delante, para mirar el camino y compartirlo por última vez con la persona con quien paso su vida. Miraba hacia delante y hacia los costados, la salida a la general paz , la heladería donde todos los domingos tomaban un helado, las vías del tren donde se conocieron o todos esos lugares que la modernidad borró pero ellos que estaban estancados en el tiempo aún creían ver. No miraba al suelo, esta vez no se le hubiera podido perdonar, tenía que pasar su muerte con la frente en alto, como él tomaba las cosas, sin su caracteristica humildad, con la soberbia que lo caracterizaba a él. Incorporó en su retina el camino nuevo, el que no conocía, el de afuera de Ramos, el camino al cementerio por la ruta, se aseguró habérselo guardado en su memoria igual que el aroma de tormenta pasada, el sonido de las gomas de los remises frenando en el asfalto mojado o el soplido de los árboles que acechaba, como recordando que la tormenta podía volver, que no todo termina cuando parece. Se guardo todos los sentidos y todas las sensaciones para a partir de ahora, recordarlos todos los meses cuando repita el camino al cementerio, esperando un día ,como el abuelo, no tener que hacer el camino de vuelta, que es el que más duele, porque en la casa de Ramos ya no hay nadie, ni siquiera la mesa.

1 comentario:

eva dijo...

la intensidad de la vida que compartieron, decididamente,hará que los recuerdos, las imágenes y sentimientos ganen al minuto muerte.No para siempre en soledad, ya volverán a estar juntos.