lunes, 12 de noviembre de 2007

Juegos limpios

Cuando el agua empezaba a escasear, tomábamos ciertas medidas para conservarla hasta la siguiente lluvia o hasta que nos visitara el colectivo con sus provisiones. Mama, enojada, porque había jugado en el barro con Clara, llenaba con desesperación la palangana con la poco agua que quedaba e iba a la casa de al lado para decirles a Clara y a su madre que ya era la hora.

Primero nuestras madres se aseguraban de que nos quitáramos el barro y luego nos permitían jugar libremente en el agua. No queríamos salir nunca de la palangana y nuestras madres comprendían que disfrutáramos del agua. No imaginaban porque en verdad nos gustaba tanto. Ellas volvían a sus hogares para preparar la cena. Y, ese, cuando nos quedábamos solos, era el mejor momento. Yo la miraba a ella y ella a mí, la conocía a través de la mirada, la recorría con la mirada, desde su cabello hasta los tobillos tapados por el agua embarrada. A veces nos mirábamos en silencio, otras también hablábamos sobre los juegos de la tarde. Y finalmente, antes de que nuestras madres nos llamaran para la cena el frío hacía abrazar a nuestros cuerpos desnudos.

Siempre estábamos atentos al ruido de la tranquera para soltarnos si alguien se acercaba, pero la vez que el colectivo irrumpió sorpresivamente en la calma de la noche pueblerina ya no hubo marcha atrás.

Esa noche cenamos en silencio, debía haber sido una noche de fiesta, como lo eran cada vez que llegaba el colectivo con sus provisiones pero en la mirada envenenada de mis padres había algo que no podía soportar. Pensé que al estaría pasando lo mismo. Y se me cayó una lágrima, una lágrima por Clara. Yo tal vez, por la educación progresista que implementaba mi padre no tendría tantos problemas. Tenía miedo por Clara.

Mis padres no dijeron nada. Me acosté en la cama como si nada hubiera pasado. Pensé que ya no me dirían nada y respire aliviado. Entonces en mi cama recorrí el cuerpo de Clara a través del recuerdo y por primera vez conocí el mío.

A la mañana siguiente decidí hacer como si nada hubiera pasado. Pensé que tal vez el colectivero había callado.

Toque la puerta de Clara tres veces. Nadie respondió, entre, como siempre, por la ventana, adentro solo había un gato que nunca antes había visto; unos hombres entraron a la casa y me echaron, me dijeron que los dueños se habían ido y decidieron cerrar la casa.
Nunca más volví a ver a Clara. Pero la imagen de su cuerpo en el agua barrosa de la palangana aún persiste en mis retinas.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Fiestas

Hoy tengo ganas de estar en una fiesta, en una de 15 o en un bar-mitzva o en un casamiento. En una de esas fiestas en las que hay que ir bien vestido. En una de esas fiestas en las que hay que llevar camisa, pantalón, saco , corbata y zapatos. En una de esas fiestas para las que hay que tener una invitación para entrar. En una de esas fiestas en que cada invitado tiene asignado un número de mesa y debe compartirla con quien el homenajeado haya determinado. En una de esas fiestas en la que ser feliz es una obligación.
Estoy sentado en la mesa mirando a la gente bailar. Ahí esta ella, de vuelta con ese vestido rojo ajustado. No para de moverse, de saltar, de cantar, de gritar, sabe todas las letras, de todas las canciones, las que son en inglés y las que son en castellano. Mis movimientos son demasiado torpes, como para que me sume a su alegría pero no confieso que ese es el motivo por el que no bailo, simplemente digo que no me gusta bailar y dejo que mis amigos conjeturen que soy tímido o vergonzoso. Yo bailo mal y no quiero ser testigo de las burlas, las risas disimuladas, los cuchicheos que acuchillan por la espalda. Y no quiero que ella me vea, si puedo conquistarla de otra forma, de otra manera, hablando de los libros que no nos dan para leer en la escuela o escribiéndole una carta de amor. No necesito bailar, pudo quedarme aquí viendo felicidades ajenas, sonriendo y envidiando como Nicolás baila con la chica que le gusta, en su más noble minuto de ilusión. Pero ahí, al costado, esta ella, llamando la atención con feroz disimulo, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre las pavorosas ambiciones que delatan todas las miradas. En el salón oscuro, con música fuerte, sin nadie con quien hablar puedo reflexionar, sacar conjeturas, idear planes, pensar en las obras que voy a hacer cuando sea grande, soñar con escapar de este entorno que marcara mi futuro. Ella baila moviendo los brazos, la cintura, deslizando sus pies descalzos en el parket. El contorno de su cuerpo logra burlar la oscuridad, aunque nada se vea, su baile es imposible de dejar de ser visto. Se mueve como un ángel con sexo, dejando flotar sus caderas, sin darse cuenta de lo que su baile puede provocar en los ojos o en los cuerpos de los que esperamos por ser hombres. Salta, se suspende en el aire, como demostrando que puede estar en otro mundo, que puede conseguir la libertad. La fiesta ya se termina, ya hubo mesa dulce, ya se regalaron los juguetes del carnaval carioca del que no agarre nada. El disk-jockey empieza a nombrar los nombres de los chicos a los que los padres vienen a buscar.
Hoy tengo ganas de que ella venga y me pida mi corbata para atársela en la cabeza y la use como vincha y que después cuando mi mama venga a buscarme, ella salga corriendo a la calle para devolvérmela bajo un diluvio:
Quiero que me diga: -Gracias, nos vemos mañana en la escuela. Y yo agarraré la corbata, y cuando llegue a casa, en lugar de mandarla a lavar, la dejaré sobre el escritorio y cada vez que la vea recordaré que esa corbata la usó la chica que mejor baila en el mundo.